Verso y Prosa.- SOBRE LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS.

Fausto Calzado de la Torre.- Voy a permitirme hablar sobre la educación de los niños. Tengo tres sobrinos, aunque no tengo hijos… Sí, ya sé que no es lo mismo. Llevo muchos años en la enseñanza… Sí, ya sé que no es suficiente… A pesar de ello, espero que a alguien le sirva lo que voy a decir sobre un asunto tan importante para el buen funcionamiento de las sociedades desarrolladas.

Los niños no son ni buenos ni malos. Llevan en sus genes, como en un pequeño frasco de esencia, las características positivas y negativas del largo desarrollo del género humano. Peculiaridades que conservarán cuando se conviertan en los hombres y mujeres que llegarán a ser con el transcurrir de los años.


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Estas cualidades no tienen por qué ser determinantes. Depende también de la educación que les demos, de las experiencias que acumulen y de las circunstancias en las que vivan. Un niño aparentemente bueno no tiene por qué ser un hombre virtuoso y un niño travieso, aparentemente malo, no tiene por qué ser un hombre inmoral, ni tiene más posibilidades de serlo, como si la vida fuese una lotería a la que no hemos echado ningún décimo.

El niño va acumulando experiencias y, sobre todo, ve ejemplos edificantes o reprobables. De entre ellos, elige los que le resultan más convenientes o provechosos. Es obligación de los mayores, con todos nuestros defectos, guiarlos hacia el camino mejor, porque una vez que tienen formada su personalidad, resulta difícil, aunque no imposible, cambiar sus hábitos y sus costumbres.

En este camino de aprendizaje que recorre el niño (o la niña) es fundamental el comienzo del viaje, es decir, la infancia. Poner freno o moderación a sus impulsos y a sus deseos, incluso antes de que tenga “uso de razón”, no es maltratarlo, sino colocar sólidos cimientos en su desarrollo.


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Decir “no” es positivo siempre que se guarde en este proceder cierta coherencia. Que duda cabe de que el maltrato real y los castigos crueles, por desgracia todavía presentes en nuestra “avanzada” sociedad, no sólo no son recomendables, sino reprobables e incluso repulsivos.

Por si mis conocimientos sobre la infancia no son suficientes, pondré como ejemplo la mía propia. Yo fui un niño que se sintió muy querido, pero nada consentido. Los domingos me daban una peseta, que ya era poco en aquellos tiempos, para comprar después de la misa de once lo que quisiera en el quiosco o en los puestos de la plaza del Mercado. Veía a otros niños gastarse hasta cien pesetas en una mañana.

Debo reconocer que me daba envidia: poder comprar ocho o diez sobres de santos y jugármelos a la pared sin remordimientos, y además una bolsa de pipas con sal y un paquete de chicles y varios indios y pistoleros montados en sus caballos… No obstante, me conformaba. Con el transcurrir del tiempo he llegado a comprender que, en muchas ocasiones, dándoles todo lo que nos piden, los malcriamos; pero es que, a veces, nos pierde quererlos tanto…


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Sí, ya sé que los conocimientos que tengo sobre la educación de los hijos son insuficientes y que seguramente no soy un ejemplo edificante; a pesar de eso, me atrevo a aconsejar a quien quiera oírme sobre el asunto. Es obligación principalmente de los padres la educación de sus hijos; sin embargo, los abuelos, los tíos, los maestros y los profesores tenemos también la responsabilidad de colaborar en su proceso de formación. Si a alguien le es útil la enseñanza moral que se desprende de esta historia, me daré por satisfecho.

 

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