Personajes Ilustres siglo XVII.- Fray Juan García (dominico)

Lorenzo Fernández Molina.- Este apostólico y V. P. llamado Juan García Carpintero (en chino Sy), hijo de Juan García y de Juana Ruy (o Ruiz), nació en Moral de Calatrava y fue bautizado en su iglesia parroquial el 13 de mayo de 1604.

Tener hijos religiosos en la familia era un gran orgullo; pero cuantas más prendas tenían, más lo iban a sentir los padres que los habían criado, y se tenían que despedir de ellos para no verlos más.

Inspirado desde niño en el alto pensamiento de ser religioso dominico, que era la suprema aspiración de su primera juventud, tomó el hábito y profesó en el convento y colegio de Nuestra Señora del Rosario de Almagro. Seguidamente, le envió la «obediencia» a estudiar al convento de San Pablo el Real de Sevilla. Aquí estudió Artes y Teología con crédito de buen religioso, timorato, recogido y temeroso de Dios.


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Apenas acabados estos estudios y siendo sólo diácono, aprovechando que pasó por allí el padre fray Diego Collado que venía de Roma y estaba juntando una barcada para la provincia de Filipinas, le pidió al padre ir en ella. Fray Diego le recibió con mucho gusto por su buena fama.

No pasó con esta barcada el P. fray Diego Collado porque, habiendo llegando hasta Cádiz con toda la compañía de ella, le fue forzoso volver a la Corte. La barcada fue encomendada, pues, al padre fray Francisco Pinelo, que la gobernó con mucha prudencia y religión

Era la misión XVI integrada por 21 religiosos. Salió de la Península en 1631 y atracaron en Veracruz, pasando posteriormente a la ciudad de México. Allí se ordenó de sacerdote. Desde la capital México hicieron a pie las 80 leguas de asperísimo camino que le separaban de Acapulco, enfermaron casi todos y murieron 5 ó 6 de ellos. Se reembarcaron en Acapulco el 23 de febrero de 1632 y llegaron alegres a la provincia del Santo Rosario hacia finales de mayo de ese mismo año. 1

Al año siguiente (1633) le mandó la «obediencia» pasar a la isla Hermosa2 donde había una corta guarnición española, Después de un viaje alterado por la rebelión a bordo de los chinos que pretendían matarlos, arribaron a la isla.


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Dividida esta isla en provincias, le correspondió en misión la de Calaban, cuya capital dista treinta leguas de la guarnición española de San Salvador. Partió hacia su destino con la compañía de dos moros cristianos, un japonés y un nativo formosino. Allí dio principio a su predicación padeciendo innumerables trabajos y peligros. Su singular modestia y dulzura atrajo a multitud de fieles, recogiendo gran fruto en el tiempo que allí estuvo cuidando enfermos, bautizando a conversos y rehuyendo al menos dos intentos de asesinato. Con tanto trabajo como valor auxilió en una epidemia de viruela en Quimaurri. recogiendo gran fruto de ello.

El intenso trabajo y el terreno pantanoso le provocaron unas fiebres, y para curarse debió ir al puesto de los españoles de San Salvador. Una vez recuperado, estuvo asistiendo allí al ministerio y conversiones de indios. Mandado después a Santiago, edificó la iglesia, convirtió muchos indios y salvó una sublevación de los indígenas. Fue primer ministro de la provincia de Calaban y fundador de la iglesia de Santiago. En 1636, en isla Hermosa, permanecían cinco padres dominicos en el convento de Todos los Santos.

Pero su celo verdaderamente apostólico pedía mayor campo; y en 1635 el provincial le mandó a China en unión de otros misioneros, los PP. Díaz y Chaves,.5Después de gravísimos trabajos en el viaje, desembarcaron en Ting-Teu el 7 de septiembre de 1637. Fr. Juan había permanecido en Formosa por espacio de cuatro años (1633 – 1637).

Nuestro V.P. fray Juan García vino a ser el quinto misionero apostólico que de la sagrada religión (dominicos) entró a componer el sagrado muro de aquella iglesia de China, la quinta piedra y columna de aquellas cristiandades. Fueron de tanto precio y tantos los valores como los colores de sus virtudes en todos sus géneros. Estas virtudes le fueron adornando de suerte que, en las penosas tareas del dilatado tiempo de treinta años, no dejó el arado de la mano; y después de copiosos y abundantes frutos que recogió de la tierra estéril e ingrata de aquella gentilidad, los repuso en los graneros de la gloria. Nos dejó en su persona el ejemplar más ajustado de un misionero perfecto.


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Pasó a desempeñar su trabajo a Fo-gan (Fogan). En tres meses consiguió predicar aceptablemente en Ting-Teu (Tingteu) en su idioma vulgar, propia de los nacidos en aquella comarca; posteriormente, aprendió la lengua mandarina que le facilitó la comunicación y le hizo dedicarse con gran fervor al desempeño de su apostólico ministerio.

Las autoridades locales iniciaron una persecución. Los trabajos que él y los demás compañeros padecieron el primer año que pasaron en aquel imperio son inenarrables: peligros continuos y afrentas e injurias sin cuento. Pero lo que más le mortificó durante tres años fue la soledad en que se vio al haber sido desterrados unos misioneros y huidos otros. Esta consideración le consumió tanto que, puesto en las puertas de la muerte, tuvo que ir en demanda de remedio a Formosa. Diez meses después volvía a China en compañía del padre Chaves, que había sido uno de los que habían abandonado la misión a causa de la persecución que rugió en septiembre de 1638.

Sardónico; humilde de corazón atribuía a sus culpas todas las desgracias que ocurrían; vestía pobrísimamente; se trataba con gran rigor y huía de toda clase de prelacías, aceptándolas únicamente obligado de la «obediencia»; y pacientísimo en grado heroico. No sólo recibía con acción de gracias los trabajos que con frecuencia le sobrevenían sino que él mismo los pedía y solicitaba, desahogando en continuas lágrimas el corazón abrasado en amor de Dios. Apacible y manso, urbano y afable para con todos, no podía menos que ganarse el corazón de cuantos le conocían.

En este apostólico ministerio fue llevando su vida ejemplar este misionero, sin salir jamás de este Imperio que le ofreció tan sagradas tareas, y en él se halló obligado a esperar su descanso. Iba recibiendo los muchos obreros que fueron enviados por la Providencia por cerca de treinta años, la cual nunca ha faltado ni faltará a tan santa provisión mientras el Señor tuviere abierta la puerta; pues si se diera lugar a los que querían ir, no hay dudas de que se despoblara.


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El padre fray Juan, como ministro tan antiguo y tan persistente, ya de prelado o de súbdito, era el que enseñaba a los nuevos la dificultosa lengua; el trato con aquellas gentes, que es bien extraño de las nuestras, por no decir opuesto; el andar, el visitar y sus correrías que en ello son molestos; y al religioso que no le ven muy atento a ellas lo desprecian, lo califican de plebeyo y rudo. Años enteros han menester un maestro de ceremonias para no caer en ofensión y poder predicar con autoridad.

El comer se enseña, que ha de ser con palillos largos que mortifican bastante la cólera al hambre; las entradas, las correrías, el asiento, el tono de voz son muy estimadas en esas ociosidades y, siendo costumbres civiles, no reparan los religiosos en gastar el tiempo en aprenderlas, pues vienen a ser paso de sus mayores ocupaciones y siempre les hacen mucha falta.

El padre fray Juan García era el ayo en estos cumplimientos. Fue el maestro en la lengua que la supo con grande perfección, sus letras y caracteres que es otra dificultad bien grave y de grande suposición. Compuso libros en ella y aún supo muy bien la materna de las cristiandades y jurisdicción de Fo- gan, por lo que pudo administrar con grande fruto a las mujeres que ordinariamente no saben, ni la entienden la lengua mandarina. Así fue como bautizó a un sinnúmero de almas y las metió a Dios en su Iglesia y en el Cielo.

Tenía cuidado de velar por su obligación de enseñar a los bautizados, que quedaban deudores no sólo de la Fe y de todo lo demás que enseña la Ley Evangélica y manda obrar nuestra Santa Madre Iglesia Católica Romana. Sabía de la vocación apostólica a que era llamado y escogido. Apreciaba de lo mucho que sirve la ciencia, el estudio, el aconsejarse, pedir consejo que es otro don muy especial, el cuidado, el ejemplo que en todas partes obliga a un religioso; pero en misiones le ejecuta la prontitud de ánimo, sin andar contemporizando con vientos, ni lunas, siempre ceñido y de paso.


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Pero al fin de todo; viendo que era Dios el único dueño y señor de todo lo bueno, que era necesario ante todas las cosas tenerle contento para pasar después con prosperidad a servirle; fue notable en esta parte el temor de Dios con que siempre vivió sin apartarse un punto de su presencia, y así su oración no era por horas, ni por días. Todo su vivir fue orar, porque en cuantas cosas veía hallaba materia necesaria de platicar con Dios; había hallado ser tan necesarias sus pláticas que, en tantas contradicciones y dificultades como se ofrecían a cada paso, sólo

aquella le dejaba resuelto y satisfecho. Metía de rogadores a la Virgen Santísima, su única y singular Patrona, Estrella de la Mar y eficaz sosiego de tempestades, y no se olvidaba de su amantísimo San José a quien, viéndose en trabajos, tenía por devoción rezar siete Padrenuestros y siete Avemarías, con sus Glorias Patri, y al punto tenía seguro el consuelo; no una, ni dos veces, sino cada día experimentaba estos buenos sucesos. Cuanto más solo, más cerrado el cielo, y amenazado de mortales peligros se hallaba, le llenaba el Señor aquel lastimado pecho de consolaciones, que le mudaban en más piadoso afecto, bañando tanta dulzura de copiosísimas lágrimas. Fue en esta parte notablemente tierno y apasionado, todo procedía de ver su miseria y verse contar entre los perseguidos por el nombre de Dios.

Solía hacer poco caso de todos los trabajos de este mundo; la serenidad con que los reparaba parecía servirle de entretenimiento, cosa en que le hallaron singularísimo los mismos chinas, pero sin admiración, y los ministros religiosos.

Señalose mucho en la humildad, teniéndose por la más vil criatura. De cualquier trabajo que sucediese en las cristiandades decía que era suya la culpa ya que por su causa se hallaban tan atrasados en sus aumentos. Su vestir no sólo fue pobre, sino vilísimo; olvidado de su cuerpo, de suerte que metía en cuidados a los prelados para que se vistiese. Las lágrimas eran su pan cotidiano; pues sobre cualquier ocasión próspera o adversa se les llenaban de ellas los ojos. Así, en las misas que celebraba con gran devoción y quietud no podía contenerse de llorar, cosa que le notaron, y no sin envidia, hasta de los mismos religiosos, especialmente si las misa era de las Penas o de la Pasión de Cristo, donde desde el principio hasta el postre todo era llanto y desde el Domingo de Ramos y toda la Semana Santa allí se soltaban los diques.


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Nunca supo estar ocioso; el tiempo que le quedaba del ministerio lo dedicaba a rezo, oración y lectura de piadosos libros; la sagrada Biblia la pasó toda muchas veces y la tenía bien estudiada; estudiaba mucho y muy continuamente partes de Santo Tomás, especialmente todo lo que es dogmático y tocante a artículos de nuestra Santa Fe, donde hallaba siempre sutilezas y modos de discurrir para gobernar su predicación y sus disputas con aquellos gentiles; cursaba mucho las obras del venerable padre Fr. Luis de Granada y las de la santa madre Teresa de Jesús.

Todo era estarse armando para armar a otros, arder para lucir, y tratar con la dignidad que pide tan apostólico ministerio; que después de mucha oración y ejemplo pide mucho estudio, y acudir a los libros como maestros con humildad y deseo de saber lo mejor. Se valía de su autoridad, con gran propiedad, no sólo en los sermones, sino en las colaciones y pláticas con los religiosos.

En cuanto a su especial devoción con las sagradas Penas y Pasión de Cristo, nos queda por decir lo que afirma el padre fray Francisco Varo, que es muy digno de ponderación: «Era el dicho padre Varo Vicario Provincial cuando el padre fray Juan, acercándose al término de su vida, deseaba morir con gran consuelo. Como tenía impresa en el corazón la cruz de Cristo deseaba la tuviese también en el nombre, lo poco que le quedase de su vida, y para que fuese con más solemnidad le dio parte de su deseo al prelado diciéndole: que le hiciese tanta caridad que el sobrenombre de García se le borrase y en su lugar pusiese el de la Cruz.

Supo significárselo esto por carta, tan apretadamente, que el dicho prelado vino en darle este consuelo. Por esta razón escribió a Mo-yang, donde se hallaba el padre fray Domingo Navarrete con el padre García, diciéndole el deseo piadoso del padre fray Juan, y así se diese orden para cumplírselo como mejor pareciese entre los dos dándole para ello su autoridad.


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Alegrose el venerable padre y, conferida la cosa, aguardaron al Viernes Santo que estaba cerca, donde después de la oración de la Cruz, en la iglesia, delante de todo el concurso de fieles que había acudido aquel día, se postró en el suelo el padre fray Juan haciendo la venia. El padre fray Domingo, en nombre de Dios y de su prelado, le dijo que de allí adelante no se llamase fray Juan García sino fray Juan de la Cruz.

Entendido por todos aquellos cristianos, fue un motivo más de estimación al padre fray Juan, y él quedó dando mil gracias al Señor, por aquel piadoso medio, que le había dejado su nombre con la nobilísima y sagrada ejecutoria de la Cruz. Para que entendiese que no le había recibido en vano, le dio el Señor a manos llenas, desde entonces hasta que murió, los trabajos que él le pedía y deseaba y que fuesen mucho mayores que todos los que habían sido en el discurso de su vida. Se lo concedió su Majestad pues le comenzaron a crucificar en aquella nueva cruz con grandes aflicciones de espíritu.

Cercábanle por todas partes angustias; no ponía en cosa mano que le saliese bien; cuando esperaba algo de los hombres se llenaba de amarguras, por descuidos que veía en algunos cristianos, poco temor de Dios y cuidado de su profesión o ya por haberlos menester y faltarle; pero donde estaba el batallón de las penas era dentro del presidio de su alma; no sentía aquellas consolaciones antiguas que, con tan buena compañía, le ayudaban tanto a llevar la carga, o por mejor decir se la llevaban toda a esfuerzos de la gracia.

Ahora le echaban todo el peso sobre sus flacos hombros cuando ya por su crecida edad había menester más ayudas de costa; pero al fin bien sabía que no estaba lejos el Señor que le miraba pelear desde sus celosías. Era lo que le había pedido a su Majestad, que no lo tratase como niño con tantos regalos, sino que le diese más honrosa compañía.


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Fue preso, por última vez, el 14 de septiembre de 1665, juzgado y torturado en Fo-ning-cheu, cargáronle de cadenas y le trataron con tanta inhumanidad que creyó dejar su espíritu en manos de la soldadesca desenfrenada. Cuando se le iban a leer la sentencia en la plaza y esperaba su martirio, arengó a la multitud. No sucedió así; lo desterraron a Fo-gan y luego a Mo-yang, donde fue maltratado por decir misa; pero gastado por los años, trabajos y destierros murió el 8 de diciembre de aquel mismo año (1665) a los 60 de su edad, después de recibir con toda devoción los santos sacramentos de mano del V.P. Fr. Raimundo del Valle. Yace sepultado en Mo-yang.

Lo que sufrió y trabajó este mártir de la caridad, en los treinta años cumplidos de su fervoroso apostolado, sólo él y los que fueron testigos de sus hechos hubieran podido trasmitirlo a la posteridad y a la memoria de los siglos venideros. Consagrados nuestros héroes a promover la gloria de Dios y de su nombre, más bien que la suya propia, se cuidaron poco de adornar con los bellos episodios de sus virtudes personales aquella gran epopeya religiosa que en el Oriente se ofreció al mundo en los siglos XVI y XVII. Careciendo de muchos datos, rasgos y acciones sublimes, con que podríamos formar una brillante corona biográfica a este varón eminente, si la modestia proverbial del misionero no le hubiera obligado a tan rigoroso silencio de sí mismo.

La Congregación Provincial del año 1667 hizo de este venerable padre memoria breve, más compendiosa, que vuelta en castellano, dice así:

«En el gran reino de la China, en el pueblo de Mo-yang de la provincia de Fo- kieng, vio su último día el V. P. Fr. Juan García, de la provincia de Andalucía, hijo del Convento de Almagro; el cual, trabajando apostólicamente en el dicho reino cerca de treinta años, en doctrina y oración continua, en el don de su mansedumbre y de paciencia singular, sufrió grandes oprobios en varias persecuciones; se vio en notables peligros, escondido en los montes y cuevas, buscado de los enemigos de la Fe con gran cuidado, y al fin se vio preso en su poder.


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Quedose solo, no poco tiempo en aquel reino; y habiendo salido de su retiro donde se había escondido en la última persecución de los tártaros e ido a la iglesia a decir misa, en el festivo día de la Exaltación de la Cruz, le cogieron los soldados y le prendieron con cadenas de hierro, le cargaron de puñadas, golpes, escarnecido, abofeteado y haciéndole mil burlas; lo cual fue causa de que sobrevenido de unas malignas calenturas y fatigado de su grave ardor, pagase a su Criador la deuda de la muerte el año de 1665, en el mes de diciembre, rayando los sesenta años de edad».6

Escribió:

1.- Ki- Mung o Doctrina de principiantes. Rudimentos de Doctrina Cristiana o Catecismo. Escrito en chino con los PP. fray Francisco Díaz, fray Raimundo del Valle y fray Francisco Varo e impreso en China en 1650.

2.- Cartas – Cartas doctrinales sobre los ritos en China. Trata en ellas del estado de la misión y sus progresos.

3.- Relatio et libellum suplex sacrae congreg. de Propaganda circa mores ac ritus sinicos.- Sinoe – 1661.

4.- Tractatus in quo cultus Confuntii et progenitorum impugnatur ut illicitus –

1665 – Lo escribió en unión de los PP. Raimundo Valle y Francisco Varó.
5.- Tractatus de oratione mentali 7. Tratado de la oración mental. Escrito en chino con el P. Varo.

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