La estación del trenillo

Fausto Calzado de la Torre.- La modernidad no siempre trae consigo el progreso. En Moral de Calatrava varios son los lugares emblemáticos que han ido desapareciendo, sepultados por nuevas construcciones. Uno de estos lugares fue la vieja estación del trenillo.

A mí me fascinaba porque cuando iba con los amigos de mi barrio a jugar allí, me parecía estar inmerso en una de las películas del viejo oeste tan de moda en mi niñez, muchas de las cuales eran bastante mediocres, todo sea dicho… Tenía un edificio principal (la estación propiamente dicha), cuya fachada era de ladrillo. Enfrente de él, al otro lado de la estrecha vía, estaba el almacén del carbón y el depósito cilíndrico, con la manguera curva para echarle el agua a la máquina; y más allá, en el mismo andén de la estación, los almacenes de la mercancía.


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Aunque mi madre me ha dicho siempre que yo viajé en él varias veces para ir a Valdepeñas, los recuerdos que conservo son ya muy posteriores, después de que la línea, que llegaba hasta Puertollano, dejara de funcionar, cuando, como ya he dicho, allí nos juntábamos niños de casi todos los barrios del pueblo para jugar a los indios y a los pistoleros, esparcimiento tan en boga a mediados de los sesenta, y en el que tratábamos de imitar lo que veíamos en el cine.

Recuerdo con precisión (con esa precisión deformada con que los recuerdos se instalan en la memoria) algunos de los hechos ocurridos el día en que mi padre volvió en el trenillo desde Bernidorm para “echarse por su cuenta” como maestro albañil. Yo tendría unos dos años recién cumplidos y le preguntaba continuamente a mi madre “¿Dónde está Ché?”, incapaz de pronunciar todavía el nombre completo de mi padre.


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Ella trataba de explicarme que estaba trabajando en Benidorm, un pueblo que yo no conocía, para que pudiéramos comer. Y por más que me repetía el nombre no conseguía que yo lo entendiera. Hasta que un día le espeté: “Si está en el cielo, dímelo, que no voy a llorar”. Mi madre debió de quedarse entre asombrada y confusa, pero me sonrió y volvió a repetirme la misma explicación; pero como yo no acababa de entenderlo, guardó de nuevo silencio y, cogiéndome de la mano, me llevó desde el portal hasta el interior de la casa. Muchos años después, me dijo que le escribió una carta a mi padre, en la que le decía que si no volvía, nos íbamos nosotros con él.

A los pocos días, al volver de la escuela de la “Periquita”, una mujer que a mí me parecía muy vieja porque vestía siempre de negro, mi madre me dijo que pasara a la alcoba para ver quién había. En la cama, en ropa interior, estaba mi padre, que me invitó a que me tumbará a su lado. Y, después de besarme y de abrazarme varias veces, me preguntó: “A ver, ¿qué has aprendido hoy en la escuela?”. “Los dedos de la mano”, le dije. “¿Y cómo se llaman?”.


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Yo, aunque apenas había oído la explicación un par de veces, le contestaba con decisión a medida que me iba agarrando la yema de cada uno de los dedos de mi mano izquierda, mientras me iba preguntando: “Pulgar, índice, corazón, anular y meñique”. “No, éste es el anular”, me dijo, apretándome con su dedo índice y su pulgar mi dedo corazón de la misma mano. Yo dudé, pero vi de reojo el anillo de matrimonio que llevaba en la mano derecha y respondí con más ímpetu que antes: “No, ése el anular, y ése el dedo corazón”. “¿Y los de la mano derecha?”. “Pues, lo mismo”, le respondí con desenvoltura. Y abrazándome por el cuello me dijo: “Cuando seas mayor, estudiarás para ser maestro de escuela… Igual que mi padre quería que yo hiciera”. Y su vaticinio se cumplió.

22 de septiembre de 2006.