Recuerdos del pasado. El casino y el tonto del pueblo

Círculo de Labradores «casino»

Lorenzo Fernández Molina.-Nuestro pueblo, como todos los pueblos de España que pueden presumir de estar en medio del campo, tiene, además de otras cosas de menor importancia, un casino y dos o tres tontos, de los cuales, uno, el de turno, es el más importante.

Estas cosas, tan serias para todo pueblo que presume de serlo, van a constituir el tema de mi recuerdo. Y ahora dígame Vd., amigo mío, si no merece la pena haber nacido en Moral y no en otra ciudad con su catedral o su castillo famoso.

EL CASINO.- Como a todas las cosas se les puede encontrar belleza y poesía; baste decir que hay personas que tienden a elevarlo todo, lo magnifican y a todo le encuentran valor positivo. En el mundo de hoy, esta postura nos sería muy válida ya que nos haría ver todo con optimismo, con los ojos de la sonrisa. Con ello haríamos mejor todas las cosas que nos rodean y sentiríamos el haber puesto sobre todo lo más hermoso de la vida: la alegría del corazón.

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Todo esto es muy bonito, pero al alma no se le pueden pedir peras, si el alma está triste no se le puede pedir alegría; al igual que a un casino no se le puede pedir poesía. Allí se permanecerá muy fresco en verano y caliente en invierno, se jugarán bonitas partidas, se servirá amablemente la bebida o se beberá agua fresca de un botijo, pero no se puede poetizar tomando como asunto un casino.

Sin embargo, el casino es fundamental a la idea del pueblo. El corazón de un pueblo sin casino, no late al ritmo debido. Es allí precisamente, donde toman forma las ideas, en un rincón o alrededor de una mesa, con o sin botijo, con o sin ideas. Comentarios y especulaciones que quizás luego se lleven al debate de una sesión municipal. Allí se hace y se deshace, se negocia, se especula con lo útil y lo inútil, como en la bolsa de las grandes capitales, se pone precio a las cosas y los intereses, se agrupan en el corro de política, economía o administración del pueblo que suele tener allí una representación permanente.

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Una visión crítica del casino nos la da Luis Espinosa en 1909 con el siguiente soneto:

 

Aborrezco la vida del Casino

donde habla el imbécil francamente

creyéndose orador grandilocuente

y dando más rebuznos que un pollino.

Allí donde se juntan los vecinos

más jóvenes del pueblo y eminentes

para tratar de asuntos referentes

a la baja o subida del tocino.

Todo esto me encanta, desde lejos…,

pues no dejo de ver tal importancia

en estos jóvenes que sin ser viejos

me discuten al fin con arrogancia

de si suben o bajan los conejos

y entre tanto el jamón se nos enrancia.

Al casino van tres clases de gente, y según la categoría en que estén encuadradas así se comportan. Hay un sector que va al casino como recurso, por distracción, sin otro afán que el pasar un rato más o menos entretenido. Los hay que van creyendo que el ir les da categoría, tienen hasta su peculiar modo de sentarse y leen el periódico o simulan leerlo dando la impresión de que leen un discurso, beben el vino o la cerveza de otra manera y hacen de sus actos un rito. Los restantes, en fin, son los verdaderos hombres del casino, son su esencia, su producto, allí se han formado y criado allí desarrollan su actividad. El casino les es tan imprescindible como ellos al casino, le dan actualidad y vida y son la auténtica médula del mismo.

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EL TONTO.- «De no haber sido un genio, preferiría haber sido tonto».¡No se alarmen señores! Como no soy un genio no puedo ser yo quien diga semejante cosa.. Esta frase, aparte del disparate que supone, tiene un fondo de verdad que no deja lugar a dudas.

Hay una cosa que en el hombre está por encima de todos los bienes materiales que podemos poseer: la fama. Esta no es posible conseguirla si no se destaca en algo extraordinariamente. El genio llevó más allá de lo normal al rendimiento de una de las actividades humanas, y lo logró. Pero dejemos la posición del genio, que por ahora parece reservada a aquellos que se dedican a abstracciones y sandeces, y pasemos a la otra: la popularidad, lograda a fuerza de ser tontísimo. Como decía Hamlet, he aquí el dilema: o se es famoso por genio o se es famoso por tonto.

Entre ambas posiciones militamos todos los demás, en la medianía, que es el común de las gentes. En este grupo abundantísimo, informe y sin personalidad, es donde estamos encuadrados desde el barrendero, al agricultor o al médico dentista.

A Velázquez, no se le ocurrió pintar ni a un sereno ni a un mosquetero; en sus obras inmortalizó reyes y famosos personajes de su época, o tontos. Si el Bobo de Coria no hubiese sido bobísimo, a estas horas nadie se acordaría de él, y que conste que incluso dentro de todos los personajes que Velázquez llevó a sus cuadros, el de Coria está muy por encima de otros famosos por listos.

Ahora trasplante el lector estas ideas a nuestra calle Real, y verá como más o menos se producen.

Delante de ti acaba de pasar un individuo con pantalón de pana, y mentalidad vulgar como la tuya y la mía; ahora pasa otro un poco más señoritín, pero la popularidad no se ha fijado ni en el uno ni en el otro y ambos pasan desapercibidos. Después pasa otro haciendo excentricidades, tonterías, a quién todo el pueblo conoce. Y naturalmente que le conoce y que todos saben quién es, unos porque con él se divierten; otros, porque de él hacen blanco de sus bromas y a algunos, los menos, porque con él sufren.

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Todos los pueblos tienen un tonto que llega a veces a ser algo así como un reflejo de la época que vive y que se hizo popular por sus tontunas.

El tonto, en el pueblo logra hasta su pequeña inmortalidad. Se le recuerda con nostalgia y simpatía para actualizar tiempos que no vuelven, sintiendo su desaparición como algo ligado a nuestra vida y llegando casi a ser una institución arraigada, a tal punto que al morir es difícil encontrarle sustituto.

En los pueblos, un tonto es algo imprescindible, a veces es la muestra de lo que el hombre sería sin la razón ni la inteligencia y el dominio de la voluntad sobre los sentidos, dándonos cuenta que en nosotros también puede haber un tonto o un loco más o menos camuflado que dejamos suelto cuando las potencias del alma flojean.

Tengámosle casi envidia, porque al menos él consiguió a costa de su tontería algo que nosotros, en posesión de todos los medios, no hemos conseguido: la pequeña vanidad que para cualquier ser normal supondría la popularidad y la fama.

¡Ah!… Se me olvidaba. También en el pueblo puede haber un listo; de éste no hablo. Ya suele él hacer bastante propaganda de sí mismo.